*Por Angie López Arias
La Navidad es muy bonita para unos, pero no para otros. En estas fechas es como si el mundo se dividiera en dos: los felices y los que suplican que los días se pasen rápido.
Es como vivir en un mundo paralelo; ves a la gente feliz, a las familias unidas, las fotos en redes sociales que reflejan una vida perfecta llena de paseos, cenas, tardes de café, los centros comerciales repletos de gente que compra y compra.
Pero en una esquina, casi invisibles, estamos los otros, los que toda esa felicidad aplasta y a quienes esa alegría le es ajena, irreal. Andamos a media máquina, con el corazón roto, con el alma fría, llenos de dolor, y no porque queramos, es porque simple y sencillamente nos falta algo que no llenaremos con nada: nuestros seres queridos que partieron.
Cuando la muerte nos toca a la puerta y se lleva a algunos de nuestros familiares la vida jamás vuelve a ser igual, y no tiene que ver con no superar el duelo, o negarse a la pérdida, es que no vuelve a ser la misma porque te falta algo que jamás podrás reemplazar, es un vacío que jamás se llenará, porque es seguir viviendo con un pedazo menos.
Es cierto, podemos elegir vivir tristes y permitir que el dolor nos consuma, o podemos seguir adelante y sacar fuerza de donde no hay para vivir, no para sobrevivir, pero aún cuando esta última se la opción, fechas cómo estas nos golpean.
Mi peor pesadilla era perder a mami, con solo pensarlo se me salían las lágrimas, pero esa pesadilla se hizo realidad una madrugada cualquiera cuando un paro cardíaco me la arrebató de un solo.
Como si eso no fuese suficiente, tan solo un año después, cuando apenas estaba retomando un poco la vida, uno de mis hermanos también murió de forma súbita. Estar allí, en emergencias del hospital, despidiéndome una vez más de una persona tan amada era surreal, era como si la pesadilla no hubiese terminado.
Hoy, tres años y medio después de la muerte de mami, y dos años y medio después de la mi hermano, puedo decir que he aceptado sus muertes, que me reconcilié con la vida y que estoy tratando de continuar con las enseñanzas que me dejaron y con todo el amor que nos dimos y que, al menos yo creo, me siguen dando desde algún lugar maravilloso, pero a pesar del tiempo, las Navidades duelen.
Duele ver a la gente tan feliz, y no porque no desee lo mejor para otros, sino porque añoro sentirme así, me duele ver a las familias unidas porque quiero a la mía como antes, a mi mamá como el centro de todos, a mi hermano tan cariñoso y servicial.
Nunca me separé de mami, estábamos juntas siempre, en todo lugar y momento, le decía cuánto la amaba todos los días de mi vida, los que me conocen saben que éramos inseparables aunque peleamos como toda mamá e hija, y a pesar de que fuimos muy unidas creo que no era tan consciente de lo realmente valioso que es la familia, porque cuando están todo lo damos por sentado.
Hoy no los tengo, me hacen falta, una falta que por ratos me quita la respiración, una falta que carcome todo por dentro, por eso aunque suene trillado, le doy un consejo: no se estrese por los regalos, la ropa no se va a acabar, los juguetes no se van a acabar, las fiestas pueden esperar, no pierda de vista que lo mejor, lo mejor, lo más grande que usted puede tener es a su familia, a sus hijos, a su hermano, a su mamá, a su papá, a su pareja, a quien usted ama. No se canse de decirles que los ama, demuéstreles con tiempo de calidad que los ama, deje el teléfono a un lado y disfrute de su compañía.
Pero además del consejo le pido encarecidamente un favor: usted no sabe lo que el otro que usted ve en la calle lleva por dentro, sea amable, sea empático, no niegue una sonrisa. La gente no sabe por lo que estoy pasando, pero agradezco a quien aún sin saberlo ha sido amable.
No olvide que las navidades son bonitas para unos, no para otros, y todos alguna vez estaremos en ambas posiciones, porque así es la vida y porque la muerte no avisa.
*Periodista