*Por Marjorie Víquez
Conocí a Edén Pastora en enero de 1982, yo tenía 10 años: estaba sucio, maloliente, usaba ropa de fatiga con barro y estaba armado hasta los dientes.
Yo me asomaba por las rendijas de la puerta, curiosa…era gritón, ordinario, desagradable. Él exigía “protección para sus soldados heridos”. Mi papá me vigilaba y me pedía que cerrara la puerta.
La Cruz, cantón de Guanacaste, era tierra de nadie. La Hacienda Los Inocentes, mi hogar cada periodo de vacaciones, fue el lugar elegido para resguardarse de la guerrilla, con el beneplácito de las autoridades costarricenses.
En los regazos de mi abuelo entendí que debíamos refugiarnos en la “casa grande” de la finca y no salir durante una semana. Ese fue el plazo que negoció el gobierno tico para brindarle apoyo a ese asesino; permanecerían en el “caserío de los montados”, mientras se recuperaban de sus heridos.
Eran nueve soldados y ante los ojos de una niña era la suma de la maldad en persona. “Matan, violan, roban y destruyen pueblos”, me decía mi mamá para evitar que saliéramos. Era la “contrarevolución nica” en suelo costarricense, eran los sandinistas contra el régimen de Somoza. Era Edén Pastora y su irrespeto por Costa Rica.
“No se quedan ni un día más”, sentenció mi abuelo Gonzalo con voz de trueno y sus ojos azules como chispas. Lo vi caminar desde mi hamaca por el camino empolvado, a paso firme, con una ‘verga de toro’ en la mano.
Era mi héroe, quien sacaría a los “piricuacos” y nos daría tranquilidad. Regresó agitado, con mi papá y mi tío al lado. Sudaba copiosamente y me dijo: “Pollita, ya se fueron”. El corazón me palpitaba y tenía más miedo que antes. Había un silencio que helaba los huesos y estábamos a 38 grados. Los vimos marcharse, con mirada amenazante…
Tres días después, escuchamos ruidos adentro de la casa. La orden era cerrar con llave y no salir. Los lamentos parecían algún evento paranormal. A la mañana siguiente, todos los pasillos y paredes de la casa eran charcos de sangre, ¿algún soldado herido? ¿Alguna advertencia? Quizá…
Días más tarde recibimos otro mensaje del Comandante Cero, molesto por nuestra falta de hospitalidad: cuatro reses y tres caballos muertos en el potrero de La Gloria. “¡Asaltaron y violaron mujeres en Las Tobales!”, decían los pobladores de Los Inocentes. Días de terror y angustia.
Muchos meses pasaron, regresé con mi hermano y mi mamá a Heredia, pero dejé mi corazón con mi papá, en Los Inocentes. Él, valiente, y tesonero; siguió trabajando y protegiendo a las familias del caserío y el comisariato.
En los meses y años siguientes hubo más ataques, robos, amenazas de muerte y secuestros para los finqueros de la zona, actos tan violentos como el atentado de La Penca, en 1984.
Todo esto sucedió en medio de la proclama de la Neutralidad Perpetua, decretada por el presidente Luis Alberto Monge. Esta pesadilla se termina en mayo de 1986, cuando Óscar Arias asume el poder, cierra el aeropuerto clandestino de Santa Elena, cerca de Murciélago, y expulsa a los comandantes sandinistas de territorio costarricense, incluido a Pedro Joaquín Chamorro.
Ese mensaje político al Gobierno de Ronald Reagan fue determinante: Costa Rica no prestaría una pulgada cuadrada de su territorio para apoyar a la contra nicaragüense y menos al Comandante Cero.
Treinta y ocho años después tiemblo al recordarlo y mi memoria desea borrar su imagen vulgar, arrogante y sus gritos amenazantes. Hoy, en su agonía, espero que sus actos espurios y su maldad lo acompañen y lo persigan en su camino hacia la oscuridad del más allá…
*Empresaria